Taller de microrrelato

Qué mejor día que hoy, 23 de abril, Día del Libro, para contar que, nuevamente voy a tener la suerte de impartir un taller de iniciación al microrrelato en la escuela de escritura creativa LiteraturaLab.

Este año, como novedad principal, habrá dos modalidades de curso. Lo que no cambiará con respecto a ediciones anteriores es que lo pasaremos genial escribiendo pequeñas grandes historias de ficción y aprendiendo del resto de compañeros y de los grandes maestros del género.

Puedes consultar todo lo referente al taller en literaturalab.com/tallermicrorrelato

¡Te espero!

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Ausencias

Tan a la moda estaba que en situaciones así los niños inventaran amigos imaginarios que no le dio importancia a que su hija, en lugar de comer, le contara secretos al oído a un ser invisible. O que durmiera en el borde de la cama para dejarle hueco a su amigo. Pero el día que le tocó comprar otra silla para el coche, no fuera que tuvieran un accidente, algo cambió. Ahora, ambas pasan el tiempo hablando, riendo e incluso llorando junto a alguien que no existe. Se entienden mejor y hasta le han puesto el mismo nombre: se llama Juan, como papá.

Microrrelato finalista anual del concurso Relatos en Cadena de Cadena Ser y Escuela de Escritores.

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El último homenaje

Al principio, Jack y Brett se habían opuesto: dejarían de tener el privilegio de ser los únicos personajes en vivir la “fiesta”. Pero acabaron aceptando. Como era de esperar, el primero en llegar a Santo Domingo la mañana del siete de julio fue El Viejo. Apenas clareaba. Permaneció largo rato contemplando la figura del santo. Preguntándose cómo sería dar muerte a una de aquellas bestias de seiscientos kilos. También si los demás acudirían a la cita.

Fue en el tramo final del Callejón donde uno de los toros le rozó haciéndole caer. Quedó inconsciente al chocar contra el suelo. Despertó minutos después, en la ambulancia, y enseguida reconoció a Fredy y Cathy (así los llamaba cariñosamente), que se habían prestado voluntarios dada su experiencia en urgencias sanitarias. ¿Cómo estás, viejo?, dijo el joven mientras sujetaba su mano.

Al salir del hospital, allí estaban todos: Anselmo, María, Robert, Eddy… Llevaban una copa de vino en la mano. La barrera que formaban se abrió bruscamente y apareció el pequeño Manolín, que corrió a abrazarle. ¿Qué haces tú aquí?, dijo El Viejo, visiblemente emocionado. Yo también tengo derecho a airearme. Vivir en un libro sí es un encierro. Todos rieron. Luego levantaron sus copas: por el jefe.

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Fideos

–¿Quién es este señor? –le susurro a mamá al oído. Ella no dice nada y sigue sorbiendo la sopa en silencio.

Ahora le miro a él, que actúa del mismo modo pero con una diferencia: después de cada cucharada algún fideo queda atrapado en su barba, mezclándose con sus pelos marrones, rojizos y blancos.

–¿Va a vivir aquí? –insisto.

–Come de una vez, que te vas a quedar en los huesos –dice mamá de repente levantando la voz.

Pero yo no puedo dejar de mirar a esos fideos: tan indefensos, tan fuera de lugar, tan muertos.

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El incorrector ortográfico

La última versión del editor de textos de Windows incluye una nueva herramienta. Actúa del siguiente modo: imagina que estás escribiendo a tu pareja una nota de despedida y tecleas “no es por ti, es por mí”. Entonces él, automáticamente, lo cambiará por “claro que es por ti”. O si te encuentras escribiendo un cuento y el protagonista llega a una fiesta, cuando el anfitrión le pregunte “¿cómo estás?”, el incorrector ortográfico propondrá algo como “este es el último sitio en el que desearía estar”. En su primera semana ya ha tenido más de un millón de reseñas. Todas positivas.

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Lo quieren todo

Ahora intentan borrar nuestras emociones. Dicen que es la última fase del proceso. Que pronto estaremos listos. Lo primero que perdimos fue la capacidad crítica. Desde entonces, todo nos parece bien. Después llegaron el fin de la creatividad, el pensamiento deductivo, los recuerdos, el libre albedrío. Pienso en ello mientras cientos de impulsos llegan a mi cabeza a través de una maraña de cables. Mis ojos siguen absortos en la pantalla, en ese niño intentando pedalear sin éxito, en el adulto que va justo detrás de él sujetando el sillín. No entiendo nada, tampoco estas lágrimas que se deslizan ahora sobre mi cara.

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Descenso

Si el traje no es para mí, ¿entonces? Las puertas del ascensor se abren y un mozo se acerca cargando un maniquí sobre su hombro. Me lo planta delante. Resopla. Saca un pañuelo. Seca su frente. Luego me baja del pedestal sin mirarme. Me quita la ropa. Su paso rápido me somete a un desagradable cabeceo. El suelo gris, recién acuchillado, es lo único que percibo. En el ascensor, pulsa un botón. Ignoro cuál porque estoy de espaldas. Cuento los segundos. Cada piso que bajamos es una mala señal. El ascensor se detiene. Las puertas se abren. Un bullicio desconocido y un calor infernal me inmovilizan.  

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Siete vidas

Ronroneamos y lamemos nuestros pelajes cariñosamente. Mentiría si dijera que no me ha hecho ilusión verle después de tanto tiempo. Tengo curiosidad por saber qué habrá sido de él en las otras vidas. ¿Un ajedrecista famoso?, ¿una estrella de mar?, ¿un sauce llorón? Sin embargo, lamento estar aquí otra vez, con esta irritante sensación de tener toda la vida por delante. Y ahora es más dramático que nunca: ¿puede haber algo peor que reencarnarse en gato siendo dos suicidas patológicos?

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Estamos en paz

¿Recuerdas cuando cada verano me enterrabas junto a la orilla del mar, por mucho que me vieras llorar, patalear y suplicar que no lo hicieras? Quizá hasta lo hayas olvidado. Y ahora soy yo quien te va a sepultar en este agujero oscuro y húmedo que tanto esfuerzo me ha costado hacer. Pero ha valido la pena. No tiembles, hombre: un padre no debe mostrarse así ante un hijo. ¿Y esa cara de asombro? ¿Acaso no te alegra volver a ver, tantos años después, mi pala de plástico?  

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Ecos de Manuel

Cuando mi hermano Manuel se empeñaba en algo, siempre producía un gran alboroto. A los siete meses de gestación, decidió nacer y los alaridos de mamá se escucharon antes de tiempo en todo el vecindario. Con solo tres años era él quien nos leía cuentos a los mayores cada noche. Aprendió a ir en bici o a comer sopa sin usar las manos, lo que solía generar una enorme ovación. Incluso le “consiguió” a mamá aquel collar que siempre se quedaba mirando en el escaparate, lo que provocó que ella le diera un sonoro beso en la mejilla.

Pero un día se empeñó en que quería volar.

Nos reímos a carcajadas de él hasta que vimos que hablaba en serio. Cuando se subió al tejado no supimos si rezar o llorar. Algunos hicimos ambas cosas. Entonces gritó: “allá voy” y se lanzó al vacío.

No cayó en picado ni se estampó contra el suelo ni se mató. Simplemente desapareció entre las nubes y nunca más volvimos a saber de él. Hay quien dice que algunas noches lo ha visto junto a su ventana. Acurrucado y desnudo. Siempre con una sonrisa y un dedo en la boca, pidiendo silencio.

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